sábado, 6 de agosto de 2011

Algas

Bajo las gélidas aguas de nuestro océano, se pueden hallar muchas especies marinas que en ninguna otra latitud podrían vivir, pero así mismo, transitan algunos seres de muy lejanas distncias. Llegan por la carretera de las corrientes submarinas, que recorren todos los mares del planeta. Sin embargo, por más concurrido que esté en algunas épocas, la frialdad se ve por doquier. El fondo es tan profundo, que el cielo más oscuro es claro si lo comparamos, lo que hace imposible que peces coloridos y maravillosos atolones de corales nos alegren la vista, definitivamente no encontramos colores.

Mi vida se parecía a ese mar, lleno de sombras silenciosas, que nada más, invita a la zambullida unos cuantos meses en verano, cuando refleja el celeste del cielo durante el día y luego, se tiñe de color atardecer.

Un día de primavera, cansada de arrastrar los pies por la arena mojada, visualicé a la chica de Trieste y a la poetisa Alfoncina. La mar silente me invitaba a conocerla. Caminé sin mirar atrás, además, para que si allá no había unos brazos cálidos que quisieran cobijarme, caminé sin mirar atrás y me sumergí.

Al ir descendiendo, fui viendo algo sin igual; una pareja de agua, que danzaba entre cintas de maravillosos colores. No sentía temor, sino una alegría que salía desde dentro y me iba transformando en luz; de hecho, todo en torno mío se fue haciendo luminoso.

Pude ver entonces, criaturas desconocidas que jugueteaban con mis rizos y acariciaban mi piel. En un instante, todo a mi alrededor se llenó de paz, yo misma bailaba junto a otros cuerpos de agua traslucidos, etéreos; Ángeles de las profundidades que me acompañaban y protegían. Emergí de improviso, no tuve tiempo de asirme de ellos.

Me encontraron vestida con algas de lejanas orillas, desplomada sobre la tibia arena del medio día. Volví a sentirme acariciada, pero esta vez, quien rozaba mi cuerpo, era un hombre enjuto de edad indefinida, que también estaba tendido en la playa. No me atreví a pronunciar palabra, sentía su respiración y el calor de su cuerpo próximo al mío. Cerré los ojos y escuché el sonido de las olas que se deshacían en espuma justo a mis pies, las aves marinas sólo undulaban. El sol pintaba puntos de colores sobre mis parpados. Creí que había vuelto al lecho del mar y quise comprobarlo abriendo suavemente los ojos. Estaba aún allí, y aquel hombre, ya de pie, me sonreía tiernamente.

Mi respiración, casi inexistente, recuperó su ritmo normal, y al poco rato logré incorporarme por mis propios medios. Miré el horizonte despejado y el carnaval de casas de colores que se descolgaban de los cerros. Me pareció que era la primera vez que veía todo aquello, una imagen lejana y sin embargo, conocía.

Comencé a andar, y junto a mí lo hizo él. Era como si mi espítitu hubiese tomado forma corpórea. No decía nada, pero estaba acompañandome. 
Recorrí la bahía como un náufrago al llegar a salvo hasta una orilla.
Al cruzarme con los habitantes de aquel lugar, fuí reconociendo gestos y miradas, y mi acompañente desapareció en un suspiro.

Subí uno de los cerros y lo contemplé todo. Estaba a las puertas de mi morada y sin detenerme, traspasé el umbral. La luz bañaba el interior, y olí un aroma de lavanda que impregnaba cada objeto de la habitación. Abrí instintivamente una de las puertas interiores y me encontré con un espacio azul turqueza; era mi dormitorio - taller.

Frente a mis ojos, había un atril con una tela recién iniciada. En ella se distinguían las siluetas de dos cuerpos, formados por algas que flotaban en la superficie del lienzo.

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