sábado, 6 de agosto de 2011

Hermanas de piedra.

Como en toda Metrópolis, en ésta se encuentra un sin fin de seres que cargan sus propios territorios inexpugnables. Este era el caso de Vicente; un hombre aparentemente igual a muchos. Trabajaba desde muy jovenen un taller de maniquíes, donde semana tras semana armaban decenas de cuerpos uniformes que sólo por simples detalles se transformaban en rudos varones, tiernos niños y seductoras doncellas.

El proceso era el mismo desde hacía 20 años, ni las nuevas tecologías lograron que aquello se modificara, pero nada le importaba, ahí era un operario más.

Al comienzo, el trabajo era lo suficientemente atractivo; ¿cuántos podían decir que manipulaban torsos y piernas de mujeres todos los días sin que se quejaran?, pero como todo lo rutinario, terminó por aburrirlo. Lo malo9 es que no sabía qué otra cosa hacer, ya que había entrado como aprendiz y en ese tiempo, hizo de todo; desde acarrear las materias primas, hasta él mismo modelar pieza por pieza, armarlos y embalarlos.

Al salir de su turno, e ir a su hogar, caminaba por las calles hasta llegar al principal centro comercial de la ciudad, pero no lo hacia para ir a mirar esos cuerpos, con vestuario de alto costo. Él iba para observar a todas aquellas mujeres que soñaban con esas prendas de vestir y no valoroban el arduo trabajo que significaba que todo luciera divino. Buacaba figuras y rostros que le trasmitieran un sentido; un secreto que las transformara en seres especiales.

Sin embargo, un día, no fueron semblantes reales lo que atrajo su atención, sino la vitrina de una librería de Arte, donde en primera fila había una portada en la que aparecían dos esbeltas mujeres morenas, que tenían lo que él buscaba.

Entró a preguntar por ese libro y se enteró que era una biografía del artista polaco Otto Mueller, el que -influenciado por su herencia gitana- había desarrollado su obra en torno al rescate de la cultura y belleza de sus mujeres. El libro en cuestión estaba fuera de sus posibilidades, por lo cual salió de allí sólo con la certeza de haber visto lo que él soñaba.

Dos días después, se dirigió a una biblioteca pública, donde pudo revisar toda la bibliografía dedicada al artista. Miró hasta extasiarse los espigados cuerpos de una dignidad más allá de lo conocido. Eligió precisamente la imagen de la portada de ese primer libro y compró una litografía.

Los días pasaban sin cambios visibles, pero para Vicente todo era diferente. Se había obsesionado con esas cíngaras y las imaginaba entre sus manos, no sexualmente, sino como modelos para los maniquíes de siempre.

Se quedaba en el taller después de su horario, y ensayaba una y otra vez el modelado. Hacia y deshacía, pues no quería solo su belleza externa. Necesitaba retener la esencia de esas criaturas, lo que había logrado el pintor; hacerlas trascender en el tiempo. Tanta devoción tuvo al fin su recompensa, ya que consiguió sacarlas como molde y reproducidas con exactitud.

Al siguiente día descubrió que sus musas se habían fracturado en muchas partes. Ante ellas, se arrodilló y sin querer evitarlo, lloró desconsoladamente. Recogió cada trozo con tanta delicadeza, que más bien parecía que cargaba a un lactante, y con todo, se devolvió a su casa.

Todo el resto del día se dedicó a unir los pedazos. Al finalizar, optó por darle una pátina de pasta de piedra, con lo que daría resistencia al arreglo. Sin embargo, ese enlucido no logró borrar las grietas, que aomaron como profundas cicatrices.

Al pasar frente a la ventana de su casa, se puede ver a esas hermanas de piedra, que obsevan nuestros pasos inquietos, mientras ellas nunca podrán saber lo que es vivir. 

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