domingo, 7 de agosto de 2011

Árbol solitario

Llegué a esta colina un día de Otoño, cuando los colores se funden con la tenue luz, que todo lo inunda, dejando un manto de amarillo pálido que suaviza los contornos.

Al hacer el largo viaje que me trajo hasta aquí, nadie me habló de lo que significaría dejar mi tierra materna y trasladarme al otro lado del planeta, donde todo sería diferente. Por tal razón, no puedo hacer comparaciones, ya que sólo conozco lo que he visto.

 No se los he dicho: llegué aquí, sin los míos.

 No recuerdo mucho cómo eché raíces, si alguien me acompañó durante ese período o si para variar me las arreglé como pude; lo que he guardado son las sensaciones que experimenté año con año, en cada cambio de estación.

Me agradaba darme cuenta, sin mirar un calendario, en qué época del año estábamos; ¿lo recuerdan ustedes?

Los otoños eran de caricias y juegos serenos, las hojas salían a bailar con cualquier pretexto, las flores se retiraban más temprano a descansar y la luna por las noches, coquetamente nos guiñaba un ojo. Pocos eran los que venían hasta aquí, no gustaban de la brisa fresca que les recordaba el inminente invierno que llegaría.

Invierno; aroma a tierra mojada, arroyos cantarines, matices de grises combinados con el escaso color de las perennes. Lluvia; aguaceros descontrolados, marejadas para cerrar los puertos y amarrar los navíos. Silencios prolongados como un suspiro y que sólo escuchaban aquellos que venían en busca de un arco iris en el horizonte, preludio de la caprichosa primavera.

Cuando se acercaba, todos lo sabíamos, pues no había ser en el mundo que no brotara de alegría. Era la ocasión de vestir mas liviano, de correr por la colina impulsado por el viento tibio que despeinaba las hierbas y hacia soñar los volantines que  lanzaban los pequeños, como si en ellos pudieran sembrar el cielo de  formas y colores luminosos. La primavera provocaba una inundación de esperanza, la posibilidad de continuar siendo lo que somos.

¡Oh verano!, lo mejor de tu arribo, era el dulce sabor de tus manjares, las risas desbordantes de quienes retozaban bajo los rayos del sol o se bebían la mar en cada zambullida, para luego aletear, y al volver a respirar, sumergirse una vez más. Sólo al caer la tarde, algunas parejas me acompañaban, era el momento del crepúsculo. Parece que ejercía cierta atracción indescriptible.

Mi vida era como debía ser, como nadie me dijo que sería. Fui cambiando, haciéndome más fuerte pero no más robusto, siempre con una contextura delgada, flexible, plástica. Nadie tampoco me dijo alguna vez que luciera bien o mal, si sobraba o faltaba algo, ni siquiera preguntaron si estaría mejor con compañía; tal vez era irrelevante, por qué preocuparse de mí.

Un día de otoño, llegó hasta aquí una joven de aspecto frágil. Venia sola, como yo, hace ya tanto tiempo.

Sonreía, aún cuando por su mejilla bajaba una lágrima. Al momento de retirarse, con su mano me rozó con delicadeza. Nunca antes me habían tocado.

Al día siguiente vino directo hasta aquí, una vez más sonrió, se sentó y apoyo su espalda en mí. Inmediatamente sentí el calor de su cuerpo, el que me estremeció.

Sus manos venían cargadas de pinceles y pomos de pintura, que deslizaba por sobre una tela inmaculada, pero que se hacía más bella al ser manchada. Por momentos, no supe reconocer cuál era el lienzo y cuál el firmamento.

Desde entonces el paisaje cambió; la atmósfera está cargada de  sus colores, el océano se bambolea arrullando los rayos de sol, el viento canta entre las hojas; el silencio, ahora es un abrazo, y el crepúsculo me hechizó. La colina se ha transformado en mi hogar; ya no soy el árbol solitario de antes.








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