domingo, 7 de agosto de 2011

Valparaíso 8pm

Siendo una niña no veía más horizonte que los cerros que me rodeaban, y era feliz subiendo y recorriendo distancias onduladas que me sorprendían a cada paso con variadas imágenes.

El océano y el puerto siempre han estado allí; cambian los tamaños de los navíos, sua banderas y el oleaje se amansa en verano y se agita gélido en invierno. Sin embargo, la ciudad era diferente todo el tiempo. Mi abuela y mi madre hacían de cada día una nueva aventura pra mí. Salíamos de compras o a visitar a una tía, nunca tomábamos el mismo camino, los seres con quienes nos cruzábamos eran personajes cambiantes; sus rostros, los colores de sus ropas, sus peinados, se veían distintos cada vez. Crecer así era entretenido.

Al transformarme en una adolecente, el paisaje se me hacia muy monótono, creía que lo conocía todo y no entendía por qué los afuerinos se embelezaban con lo que veían.

Había dejado los pies en las calles al verme en la obligación de trabajar, luego que mi madre falleció. Mis amigas disfrutaban de su libertad y experimentaban cosas que yo no soñaba siquiera. La vida era una larga letanía, y comencé a refugiarme en la lectura sobre heroínas que viajaban; entonces, soñaba con salir de aquí y viajar por el mundo.

Llegué a adulta y la vida había dejado huellas dolorosas en mi. Sin embargo, con el sacrificio de mi abuela y mi trabajo, conseguí estudiar, con tanta suerte que me gané la posibilidad de quedar trabajando donde hice la práctica de mi profesión. Comencé a conocer personas que venían de otros lugares, que habían recorrido esos sitios que yo sólo conocía por los libros. Sus historias me abrieron los ojos ante una realidad mágica, y quise saber cómo veían mi ciudad. Como respuesta, un día me invitaron a recorrer los cerros; sentí que se mofaban, pero acepté.

Que diferente es caminar por las rutas de quien va descubriendo o se guía por instinto. Todo era nuevo, yo misma cambiaba entre paseo y paseo, entre ascensor y museo, entre talleres, bares y plazas. Me hice niña otra vez al recorrer mi ciudad y me enamoré de los colores, sus aromas, sonidos y una atmósfera de poesía que me envolvía.

Desde entonces, cada vez que tenía tiempo, salía a recuperar mi propia historia y así me transformé en guía de mi ciudad. Sin darme cuenta, contaba las historias que un día, había yo misma escuchado o simplemente verbalizaba lo que tenia frente mío: la ciudad de día, es igual a una pintura expresionista; y de noche, los cerros se convierten en guirnaldas de luces, que visten de fiesta todo .

En uno de esos paseos me acompañó un supervisor enviado de la oficina donde yo trabajaba. Por horas me siguió sin decir nada y no pude evitar hablarle. Del resultado de su informe, dependería un cambio en mi vida.

Un mes después, me llamaron para darme a conocer el resultado de esa supervisión: en tres semanas, a contar de ese día, una comisión mandatada por el municipio, viajaría a Europa para promover los encantos de la ciudad, y yo sería algo así como la relatora de sus historias.

Que lejos en el tiempo está el día de esa noticia. Han transcurrido tantos crepúsculos en mares distantes. Mi trabajo era satisfactorio y mi permanencia en el extranjero se hizo inevitable. Sin embargo, no era feliz. Extrañaba el paisaje desde los cerros, los colores de las casas, mis raíces; supe que debía cruzar el océano, debía regresar.

Valparaíso 8 pm: el barco ha recalado en puerto. Estoy nuevamente frente a mi hogar. La ciudad está de fiesta con sus  guirnaldas de luces brillando. Ante mí, la silla de mi abuela y su cálida manta, que desde ahora cubrirá mi cansado cuerpo, mientras alguien relata sus viejas historias.

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